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No hay cenizas en el viento



Desde el principio de su gestión, el gobierno de Mauricio Macri ha venido propiciando, por diversos conductos y de distintas maneras, el vaciamiento de la Defensa Nacional. Este proceso está ligado a su interés por aplicar las Fuerzas Armadas al ejercicio de la seguridad interior, asunto que es concomitante con su intención de subordinarse a la política de seguridad impulsada para la región por Estados Unidos.


Esto último quedó patentizado en las declaraciones que efectuó el embajador argentino en aquel país, Fernando Orís de Roa, a comienzos de 2018. En un reportaje declaró que la gran potencia del norte “quiere nuestro respaldo en votaciones internacionales y apoyo en temas como el narcotráfico, el lavado de dinero y otros de corte político. Nosotros, en cambio, tenemos una agenda económica. Mi función se trata de encontrar el nivel de llegada exacto como para satisfacer la agenda de ellos y que eso se interprete como un gesto que los inspire a cooperar con nosotros”. Del lado norteamericano es obvio ya —por reiterado— su propósito de imponer a la región una agenda centrada en asuntos de seguridad como el combate al narcotráfico y al terrorismo, y en tareas subsidiarias de la defensa, como la asistencia humanitaria y la respuesta ante catástrofes, entre otras.


Como se sabe, la Argentina tiene claramente separadas ambas funciones, lo que se ha plasmado en las Leyes de Defensa y de Seguridad, lo cual no beneficia aquel propósito subordinatorio. Esas normas fueron, además, el resultado de un amplísimo consenso democrático. Así las cosas, Macri puso en marcha un trabajo de zapa y de deconstrucción de aquella demarcación legal en busca de alcanzar su objetivo. Lo hizo por caminos vicarios; tuvo para ello el franco apoyo de importantes medios que le son afines.


En 2016 dictó un decreto que permite la intercepción y eventualmente el derribo de aeronaves renuentes a identificarse, con la mira puesta en las avionetas del narcotráfico, tarea que recae sobre la Fuerza Aérea. Fue una primera materialización de la posibilidad de que las Fuerzas Armadas actuaran en el campo de la seguridad. Hubo luego una nutrida y asombrosa sucesión de anuncios oficiales u oficiosos, vehiculizada a través de sus medios amigos, la mayoría de los cuales no se concretó: el redespliegue del Ejército presentado de manera ambigua, quizá en busca de acercarlo al combate al narcotráfico; la creación de una fuerza de despliegue rápido de apoyo a las fuerzas de seguridad; la creación de una fuerza de tareas con la DEA en Misiones. Hizo también su aparición el concepto de guerra híbrida, que menta las contiendas que se libran entre fuerzas asimétricas, lo que lleva al más débil a operar de modo no convencional apelando, entre otros recursos, a la guerrilla, el terrorismo, las extorsiones, los secuestros y los sabotajes, cuestiones no referidas propiamente a la defensa pero que deberían atender los militares. Estas fueron algunas de las iniciativas que se lanzaron casi como al voleo, que obviamente no agotan la lista. Se produjo así un jugueteo en torno del enlace entre defensa y seguridad, y un borroneo de sus límites.


En 2018 el gobierno decidió “ir a los bifes” en el plano normativo. El 24 de julio, Macri firmó el Decreto 683/18 que estuvo destinado a reemplazar al 727/06 reglamentario de la Ley de Defensa –dictado por Néstor Kirchner— y a redefinir la función primaria de las Fuerzas Armadas. Esta nueva pieza estableció que esa función sería la de dar respuesta a una agresión externa. En tanto que el texto derogado puntualizaba que esa respuesta debía darse ante agresiones externas de carácter estatal. Por la subrepticia vía de quitar la referencia al carácter estatal de la agresión, se abría la posibilidad del uso de los militares en el plano de la seguridad interior ante agresiones externas protagonizadas por actores no estatales: el crimen organizado internacional o el narcotráfico, por ejemplo. Es decir, se abría una vía normativa para legitimar ese tipo de acción. Precaria y viciada ciertamente, porque no condice con las dos leyes rectoras mencionadas anteriormente, pero norma al fin.


Posteriormente, el 31 de julio, dictó el Decreto 703/18, que vino a jugar en tándem con el anterior. Su primer artículo estableció una nueva Directiva de Política de Defensa Nacional y su segundo derogó las directivas anteriores, dictadas por Néstor Kirchner en 2009 y por Cristina Kirchner en 2014. La nueva pieza indica al inicio: “Que el Poder Ejecutivo Nacional ha establecido como objetivos transversales de su gestión de gobierno la lucha contra el narcotráfico, la reducción de la pobreza y la unión de los argentinos, por lo que su cumplimiento exige la colaboración de todas las áreas del Estado”. Esta corta y arbitraria ensalada (¿por qué esos temas y no otros igualmente prioritarios?), leída hoy, suena casi ridícula. No se ha avanzado ni un ápice en la lucha contra el narcotráfico, la pobreza campea por doquier y la desunión impera. Para peor, ninguno de estos temas tiene que ver específicamente con la defensa. Ergo: otra vez el barullo y el accionar embozado.


El texto de la Directiva se pasea sin mayor profundidad sobre numerosos asuntos: la crisis del multilateralismo, la escena global, la regional, la cuestión nuclear, la ciberdefensa, entre otros. Todos son abordados de manera descriptiva y carecen de correlato con la problemática de la defensa. Señala que América del Sur se ha consolidado como zona de paz pero se preocupa –también— por la posibilidad de que sea objeto del terrorismo islámico. Incluye al narcotráfico de una manera general y sin diagnóstico: se da prácticamente como cosa sabida y se omite cualquier aterrizaje sobre la realidad argentina. El tratamiento de la Cuestión Malvinas es deplorable. Abunda asimismo en una descripción de las tareas a desempeñar por las Fuerzas Armadas, sin conexión a objetivos y sin marco doctrinario alguno. Parece simplemente una lista de supermercado.


De nuevo entonces, la confusión tendenciosa de seguridad y defensa. Y el adelgazamiento de esta última, cuyo contenido se desnaturaliza y va vaciándose de sus primordiales sentido y acción.

Finalmente, en coincidencia con Brasil, Chile, Colombia y Paraguay, nuestro país decidió, recientemente, retirarse de UNASUR, lo que implica el abandono del Consejo Suramericano de Defensa (CSD), del Centro de Estudios Estratégicos de la Defensa y de la Escuela Sudamericana de Defensa. Vista la cabalgata antidefensista que se acaba de exponer, no podía ser de otra manera. Basta exhibir algunos de los objetivos del estatuto del CSD para comprenderlo: construir una identidad suramericana en materia de defensa; avanzar en la construcción de una visión compartida en dicho campo; promover el intercambio en materia de formación y capacitación militar, así como en el de la cooperación en el ámbito de la industria para la defensa. Esta lastimosa salida hace obviamente sistema con lo que se ha examinado arriba.


Estados Unidos viene bregando por recomponer el orden político de la región desde hace tiempo ya. Comenzó con el derrocamiento de Mel Zelaya en Honduras, en 2009; se extendió a otros países con éxito diverso y se mantiene, como bien se sabe. Esto vino acompañado de la pretensión de imponer una agenda propia en el campo de la seguridad —entre otras dimensiones— que implica el cuasi descarte de la defensa. En este sentido, puede decirse que esta orientación guarda un estrecho parecido de familia con la imposición de la Doctrina de la Seguridad Nacional en América Latina, entre finales de los años ’50 y el comienzo de los ’90. Durante ese período, la Defensa Nacional quedó –con diferencias y matices entre los países del área— secundarizada y en algunos casos, prácticamente descartada.


Con Macri, Argentina buscó hacerse de un lugar bajo el ala del águila americana. Y lo consiguió. Paga por ello, entre otros, el precio de tener que alinearse con la política de seguridad norteamericanas para la región, el de promover el uso de las Fuerzas Armadas en la seguridad interior y también el de lidiar con un fuerte consenso político que no respalda su opción.

Así, por esta esta vía de simulaciones y atropellos normativos en la que campean los quid pro quo, la Defensa Nacional se va deshaciendo y marcha hacia un vaciamiento inaceptable. Pero atención, no hay aun cenizas en el viento y queda todavía bastante trecho por caminar.


Originalmente publicado en: El cohete a la luna.

Ernesto López es profesor de la Universidad de Quilmes y director del Programa de Investigación sobre Fuerzas Armadas, Seguridad y Sociedad, además de haber sido embajador argentino en Haití y jefe de gabinete del Ministerio de Defensa durante el gobierno de Néstor Kirchner.

Imagem: Donald Trump and Mauricio Macri in the Oval Office/ The White House


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